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Historia editorial de la literatura fantástica
El género fantástico, presente tanto en la literatura como en el cómic, la ilustración o el cine, experimentó un resurgimiento durante las últimas décadas del siglo XX. Muy curioso que un mundo completamente tecnificado que acarreaba todavía el cinismo de la generación X, volviera de pronto los ojos a cuestiones tan poco prácticas como la magia y las aventuras. Pero todo esto tiene su justificación. La fantasía nunca ha estado lejos de nosotros.
¿Y, qué es la fantasía? Cualquier diccionario nos diría que “fantasía” es aquello que no es real, pero esto nos abarcaría casi todo en el campo de la producción creativa. Intentemos, entonces, separar lo que es fantasía de lo que es simplemente ficción: mientras que una ficción es, en efecto, algo “no real”, a la fantasía podemos añadir lo que es imaginario, entre otras cosas, los otros mundos, los animales míticos y, por supuesto, la magia.
Hace bastantes años, se llegó a considerar a la fantasía un subgénero de la ciencia ficción. Nada más lejos de la realidad. La fantasía es, de hecho, el género más antiguo, como podemos constatarlo en la tradición oral de los pueblos: la mitología, las leyendas y los cuentos de hadas.
¿Por qué la gente ha recurrido desde siempre a la fantasía para contarse historias, para enseñar y entretener y para expresarse? Quién sabe. El motivo posiblemente sea que la fantasía permite reflejar los sentimientos, los temores y las inquietudes de la humanidad a distancia, utilizando símbolos, búsquedas heroicas y metáforas. Hay fantasía tras las ocupaciones más serias de la humanidad.
Las mitologías, por ejemplo, son la base de las religiones. Las leyendas lo son de la historia. Y los cuentos de hadas son entretenimiento, moral y didáctica.
Detengámonos un poco en los cuentos de hadas. Ante todo, conviene aclarar que en ningún momento estaban dedicados exclusivamente a los niños; basta examinar algunas versiones originales de historias conocidas. En “Caperucita Roja”, uno de los más crueles, el lobo no sólo se come a la abuela, sino que intenta violar a Caperucita... y la historia tiene un final feliz porque no lo consigue (aunque la niña de todas formas termina en sus fauces). “La Bella Durmiente” no despierta por el beso de su príncipe, sino por el dolor producido por un parto de gemelos (para entonces el príncipe ya estaba muy lejos). Y la “Blanca Nieves” original, perdida ya la paciencia tras los múltiples atentados de su madrastra, le pidió a sus siete enanos, que eran magos, no mineros, que le enseñaran hechizos para poder enfrentrarse a la reina usurpadora de igual a igual.
Pero según el mundo fue cambiando, surgieron nuevos géneros literarios, y versiones suavizadas, censuradas y expurgadas (ríanse ustedes de Walt Disney) de los cuentos de hadas fueron a dar al público infantil. Los elementos a los que siempre se habían relacionado, como las hadas y los duendes, se encogieron con ellos; y la gente comenzó a pensar que “si tiene dragones, es para niños”. Una actitud que lamentaría, mucho después, el mismísimo Jorge Luis Borges.
¿Cómo fue, pues, que la fantasía regresó? Más que nada por medio de experimentos. Hacia finales del siglo XIX, el autor irlandés Lord Dunsany comenzó a transladar elementos de mitología céltica a su prosa poética, y a sembrar en ella las primeras semillas de lo que sería conocido más tarde como fantasía heroica. Los ingleses H. R. Haggard y E.R. Eddison contribuyeron, al añadir una buena porción de aventuras y luchas con espada. Y las obras de todos ellos fueron aceptadas porque eran “alta literatura”.
Pero la fantasía moderna, tal como la conocemos, fue a nacer a principios del siglo pasado en un terreno hostil, la llamada “literatura barata” norteamericana, es decir, las novelas de aventuras de Edgar Rice Burroughs, creador de Tarzan y de John Carter, guerrero de Marte; y las revistas pulp norteamericanas, que no tenían más pretensión que divertir.
De éstas revistas surgió el padre de la fantasía heroica, Robert E. Howard, a quien se conoce por sus personajes llevados a la pantalla Conan el bárbaro y el rey Kull. Howard, nacido en 1900, creó un mundo primitivo, en el que varias culturas antiguas se daban cita, como marco para sus historias. Si bien éstas versan sobre sangrientas luchas y conquistas, hay en ellas un fuerte transfondo de frustración y amargura, y la insinuación de que un mundo en el que imperara la espada sería más noble, y que la fuerza bruta era más justificable que los torcidos e hipócritas caminos de la hechicería; ¿algo simbólico, tal vez? Howard no pudo superar sus traumas y su soledad; se quitó la vida cuando sólo tenía treinta años. Pero su obra lo sobrevivió: a partir de 1932, la revista pulp Weird Tales, en la que también trabajaban sus amigos H.P. Lovecraft y Clark Ashton Smith, publicó sus historias.
Howard, Smith y Lovecraft influyeron fuertemente en autores que vendrían después, cuando la fantasía se abría paso entre la joven ciencia ficción. Hubo muchas imitaciones de Conan, y algunas obras originales, entre las que destacan la saga de Fafhard y el Ratonero Gris, de Fritz Leiber. Este autor norteamericano, por cierto, acuñó el término “espada y brujería” para referirse a este tipo de literatura. También vale la pena mencionar a dos autoras, C. L. Moore, creadora del personaje Norwest Smith (clarísima inspiración del Han Solo de Star Wars), y Leigh Brackett, autora de una serie de novelas de aventuras en Marte al estilo de Burroughs, y que muchos años después se encargaría del guión de “El Imperio Contraataca”.
Pero la verdadera revolución en el género fantástico no llegaría sino hasta la segunda mitad del siglo XX. El autor involucrado, un profesor británico de filología llamado J.R.R. Tolkien, en ningún momento pretendió “darle nueva vida a la fantasía”, sino escribir una obra basada en el lenguaje y la religión que pudiera suplir aunque fuera en parte la falta de una mitología nativa inglesa. Su primera novela, El Hobbit, se publicó en 1935 como libro para niños, y gustó tanto que sus editores le encargaron una continuación. Pero ésta, El Señor de los Anillos, tardó casi veinte años en aparecer, y no se trataba de un libro al estilo de El Hobbit, sino de una voluminosa novela que, de tan inclasificable, no parecía hallar un público adecuado. Al encontrarse ante algo nuevo que tal vez podría tener posibilidades, los editores se comportaron con extrema cautela. El arreglo al que llegaron fue que publicarían el libro partido en tres, que no le pagarían nada al autor hasta que no comenzara a venderse el libro, pero una vez que eso ocurriera, las ganancias se repartirían a medias entre Tolkien y los editores.
El Señor de los Anillos, contrario a lo que se hubiera pensado, fue un éxito de ventas, y liberó económicamente a su autor tras una vida de trabajo duro y dificultades. Lo leyeron niños, jóvenes y adultos que de pronto se encontraron ante una obra diferente y maravillosa. Menos influyente, aunque igual de importante, resultó la obra de un profesor irlandés contemporáneo y amigo de Tolkien, C.S. Lewis: Las Crónicas de Narnia, serie de siete libros más enfocada a los niños y con alusiones al catolicismo obvias que contrastan con las muy discretas de Tolkien.
Tras la publicación de El Señor de los Anillos, la literatura fantástica cambió por completo. Esta obra le mostró a los autores jóvenes una forma diferente de expresión... y a los editores, una forma “sencilla” de hacer dinero.
Muchas personas, impresionadas con la obra de Tolkien, trataron de imitarla, y algunas casas editoriales, aprovechándose de estos “autorcitos”, comenzaron a sacar sus propias colecciones de fantasía, en las que importaba más la cantidad que la calidad. Como El Señor de los Anillos se había publicado en tres partes, los editores pensaron que se trataba de una “trilogía”, y su error trajo como consecuencia que la fantasía comenzó a publicarse en series por docenas. Terry Brooks (a quien etiquetaron como “el nuevo Tolkien”) y su serie de Shannara son un ejemplo clarísimo. Pero esa y otras muchas obras, aspirando al éxito comercial, se limitaban a copiar superficialmente a Tolkien, y dejaban por alto la franqueza, la honestidad y las profundas materias de inspiración que componían la verdadera riqueza de El Señor de los Anillos.
Entre tantas imitaciones que quedaron olvidadas con el tiempo, se han quedado algunas obras que respetaron los principios tolkienianos. Entre ellas la más destacable sin duda es la serie de Terramar, de la norteamericana Ursula K. LeGuin. LeGuin, sencilla pero compleja, crea un mundo tan sólido como el de Tolkien, sin sacrificar en ningún momento su propia personalidad y sus ideas. Otro estadounidense, Peter S. Beagle, destaca por un libro memorable: El Último Unicornio; y otro más, Lloyd Alexander, recreó magníficamente la mitología galesa en su serie Las Crónicas de Prydain (de donde Disney filmaría El Caldero Mágico). Por supuesto, también hubo autores que clamarían no tener ninguna relación ni deuda con Tolkien, como Michael Moorcock, autor de la serie de los Campeones Eternos.
Pero la originalidad era excepción, y no regla. Imperaban las fórmulas: construya usted un mundo, añádale héroes y antihéroes, monstruos, aventuras y, sobre todo, lucha del bien contra el mal, mezcle bien y ya tiene su novela de fantasía. Pero esa clase de historias se pondría mucho peore en los años por venir.
La fantasía hizo furor en los Estados Unidos en los 60 y 70, coincidiendo con el movimiento hippie, y la supuesta relación entre drogas y mundos imaginarios resultó muy útil para los incipientes detractores del género fantástico. Después de esos años, las cosas se calmaron un poco, hasta la fantasía volvió a hacerse cotidiana, a mediados de los 80, en una nueva forma: los juegos de rol.
En los juegos de rol, se intentaba recrear el ambiente de las novelas fantásticas, y eso no estuvo mal, hasta que a alguien (específicamente a los diseñadores Margaret Weis y Tracy Hickman) se les ocurrió utilizarlos para hacer literatura. No fueron los únicos, y los resultados no se hizo esperar: la fantasía se llenó de argumentos endebles... con personajes excelentemente desarrollados, salidos de una introspectiva sesión de rol. Por supuesto, no faltaron historias buenas... y personajes malos. Lo que sí fue cierto es que nunca había sido tan fácil hacer fantasía.
Convertida ésta en producción en masa, la calidad se redujo al mínimo, y permaneció solamente en autores como Louise Cooper y Terry Pratchett, ingleses ambos, que se las arreglaron para conservar su estilo entre el aluvión comercial.
Neil Gaiman es un caso aparte; posiblemente el autor que cambió la mirada del mundo hacia la fantasía a finales del siglo XX. Extraordinaria como es su obra, no es ni siquiera original; su muestra una influencia obvia de Lord Dunsany. El ciclo vuelve a repetirse.
Y, mientras tanto, ¿qué ha pasado con la fantasía en México? Eso, como dijo Michael Ende (autor de La Historia Interminable), “es otra historia y debe ser contada en otra ocasión”.

Si te interesa la fantasía y lo que buscas es crear un producto mediocre, vacío e intrascendente como los que, por desgracia, pueblan la mayoría de los estantes en librerías, tiendas de comics y videoclubes, utiliza el siguiente:
RECETARIO INFALIBLE PARA HACER MALA FANTASÍA
1. Ya sea que tu trabajo esté en la literatura, los comics o la ilustración, jamás busques un estilo propio. Trata siempre de imitar a alguien.
2. Si juegas rol y quieres utilizarlo como herramienta para trazar una historia, ni se te ocurra salirte del viejo y usado esquema de grupo-de-héroes-busca-tesoro-y-se-enfrenta-a-malo-prototípico. No querrás crear nada novedoso, ¿verdad?
3. Recuerda que los buenos son guapos y musculosos, las buenas son... eso, “buenas”, y los malos tiene cara de malo.
4. De la misma forma, no se te olvide que algunas razas que pueblan los mundos fantásticos son malas por naturaleza, mientras que otras son bellas, buenas y sabias. ¿Por qué crees, si no, que se fundó el Ku Klux Klan?
5. No te molestes en crear tu propio mundo. Hay muchos ya hechos; toma uno. Las demandas sólo vendrán si tu obra tiene difusión.
6. Utiliza todos los clichés que puedas. Para eso se inventaron.
7. Cuanto quieras sacarte algo de la manga, tienes la consabida excusa de la “magia”. Aparatos mágicos, polvos y pociones están a tu servicio para justificar cualquier exageración.
8. Por último, no leas. Ello podríam mejorar considerablemente tu trabajo.
Pero si, por el contrario, lo que quieres es hacer una obra fantástica grandiosa y memorable, haz exactamente lo contrario de lo que dicen estos consejos, y dale rienda suelta a tu creatividad. Hay mucho más que explorar dentro de la fantasía de las que muchas personas se imaginan.