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Su propia colina


Acerca de mi devoción por las colinas, no es tanto lo que hay que decir, salvo que es muy probable que tenga sus orígenes en esas lecturas ABSURDAS de las que me había estado alimentando desde hacía tiempo. De eso en adelante, a los orígenes no hay mucho que verles.

Tuvo que pasar un buen rato antes de que me diera cuenta completa de que las colinas son un artículo de primera necesidad. Como artículo de primera necesidad, deberían estar exentas del pago de impuestos, contribuciones, mantenimiento, etc. Ah, pero no, nos siguen siendo tan caras como todo. ¿Por qué? Muy simple: las dichosas colinas son consideradas por la mayoría de la gente como un ABSURDO, lo cual por cierto, es completamente ABSURDO. Y tal situación representa una tortura bárbara para los devoradores de colinas.

Las colinas son necesarias, lo sé por experiencia. Por ejemplo, si hablamos de un cuentista novel, en esas ocasiones en que la tinta se niega a correr de la cabeza a la pluma, o cuando el examen del día siguiente no quiere quitarnos su peso de encima, o cuando la maldita máquina (computadora) en turno se enfurruña y no conseguimos sacarle otra cosa que su cínico "Error, error, error"...Aún así, se piensa en las colinas como una pérdida de tiempo, una tontería. Simplemente, cuando intentamos tocar el tema colinas nuestro oyente frunce el ceño, grita, se pone verde o, en el mejor de los casos, se sonríe y nos tacha de ABSURDOS...

¡Un momento! Olvidé decir que este término, colina, es una de las palabras para las cuales la definición que da el diccionario no tiene mucho sentido. Colina es... ¿cómo explicarlo?, bueno, traten de imaginar, traten de recordar cuando eran niños y quizás tenían un lugar privado, un mundo, apartado del mundo, donde todas sus fantasías podían volar libremente, donde era una delicia gastar horas y horas, mirando, imaginando... fundamentalmente, una elevación de tierra, un lugar donde existe una deliciosa vegetación, casi siempre de color verde, con un ambiente fresco saturado de olor de relatos, de sueños y recuerdos de cosas que nunca fueron.

Según Mr. Rudyard Kipling, autor de "El Libro de la Selva", es el hogar de lo que él llama el Pueblo de las Colinas, es decir, las hadas, los duendes, los gnomos y otros seres cuyo lugar estaba antes en la Vieja Inglaterra. ¡Hermosos y maravillosos cuentos! (sin el tono despectivo que suele dársele a veces a la palabra).

Las colinas, los lugares perfectos para contemplar puestas de sol, para meditar, para echarse a reír, a llorar o a cantar, y, sobre todo, para tratar de narrar las innumerables historias que guardan, y que, de tiempo en tiempo, nos susurran.

Sí, las colinas son necesarias. Llenan nuestros momentos solos. Nos ofrecen bellos senderos. Nos regalan alegría. Bueno, ¿cómo es posible que haya alguien a quien todo esto le parezca ABSURDO?

Cuando cumplí los quince, tomé conciencia de que mi necesidad de colinas era ya insufrible. Las colinas eran para mi tinta como el agua para los peces. Y no podía ir a la Vieja Inglaterra cada vez que me faltara una colina, pues en ello se me atravesaban demasiados problemas escolares, económicos y de tiempo. Así que, sin recursos y como guía únicamente el instinto, me puse a buscar una colina en un sitio que me fuera más o menos accesible. Pasaron unos meses, y la búsqueda sin resultado. Al final abandoné la cuestión.

Cierto día en que, olvidado a medias el asunto, me encontraba practicando mi pasatiempo favorito, que es hurgar en librerías, me topé con un folleto de ésos de "cómo hacer ésto o lo otro", aunque éste, cosa rara, tenía las hojas amarillentas y carcomidas. Pero lo que resultó en verdad sorprendente fue que en él se leía: "Su propia colina. Constrúyala usted mismo". Di un brinco. No acababa de crerérmelo. Me puse a hojear vorazmente. Afirmaciones que sonaban bastante lógicas, instructivo explícito, bien ordenado, al parecer de fácil ejecución...¿sería posible? Bien, en medio minuto el folleto aquel fue adquirido.

Llegué a mi casa exageradamente emocionada, y sin la menor gana de leerlo completo y estudiarlo. Entonces opté por empezar por la primera página del instructivo y llevar las cosas sobre la marcha. ¡Así creía saber de colinas!

Paso No. 1: Elija el terreno.

No había un solo trozo de jardín disponible para mí y no estaba dispuesta a realizar mi proyecto en un parque público, así que tuve que conformarme con una jardinera de piedra de buen tamaño que conseguí tras un largo regateo, y que coloqué en el patio, pequeño y lóbrego, que da a mi habitación. Me quedó para comprar una bolsa de tierra para llenarla.

Paso No. 2: Haga una excavación, poco profunda, circular, en el centro del terreno. Tapícela uniformemente con piedras planas.

Muy fácil. El espacio no era mucho, y el círculo que iba a dar forma a la colina era diminuto. Recogí las piedras de una construcción cercana.

Paso No. 3: Rompa un espejo. Deje caer los trozos en en el centro de la excavación. Ponga más piedras, cubra con ellas la excavación y apílelas hasta dar la forma y altura deseadas. Llene los huecos con tierra. Humedézcala.

¿Romper un espejo? Nunca. Por mucho que se diga:"sin fundamento", yo sé que hay cosas que pasan y que es preferible no arriesgarse. Si en todos mis años no he roto un espejo y así está mi suerte... Tuve que interrumpir la obra,porque me pareció mal eso de no seguir la receta al pie de la letra deliberadamente.

Pero mi suerte, a quien de cuando en cuando se le ocurre funcionar, hizo que una amiga mía rompiera accidentalmente su espejo de mano. Ella estaba espantadísima, por supuesto, pero se tranquilizó con otra superstición, esa de que todo se solucionaría pelando naranjas con su cáscara completa. Y de buen grado me regaló los pedazos del espejo. Para qué iban a servir, hasta la fecha no tengo idea.

Paso No. 4: Ponga una capa gruesa de tierra, hojas secas y musgo sobre las piedras. Riéguese diariamente durante una semana.

Dar forma a la colina. Bien, se veía que iba a quedar preciosa, aunque cietamente no tenía la mitad del tamaño que se requiere para sentarse a ver una puesta de sol.

Paso No. 5: Pasada una semana, plante césped y bulbos o semillas de arbustos y flores.

Un trozo de pasto hurtado de un jardín vecino, dos hojitas de violetas africanas, una sávila, tres arañas, dos semillas de naranja, un puñado de frijol...

Paso No. 6: Consiga varios ejemplares de la Gente de las colinas...

Un momento. Eso no me lo esperaba. ¿Es que la gente de las colinas no nace, justamente, a partir de las colinas?

... cácelos con una red para mariposas...

Sí. sí, pero, ¿donde?

...manténgalos bien sujetos, déles un nombre y suéltelos justo en el centro de su colina...

Bueno, ¿puede alguien por favor decirme cómo dar con ellos?

...riéguelos.

Aquí dejé el folleto. No tenía la menor idea de cómo encontrar habitantes para mi colina, ya que, por lo visto, no nacían por generación espontánea. Y no sabía ni dónde empezar a buscar.

Mr. Rudyard Kipling escribió que el hogar del pueblo de las colinas había sido la Vieja Inglaterra hasta que los hombres comenzaron a desbrozar los prados y los bosques. Entonces todos se fueron, buena gente, pequeña gente, guardianes de tesoros, todos. Y el único que quedó fue Puck, el de Shakespeare. Bien, todo esto resulta muy lógico y fácil de creer, lo malo es que Mr. Kipling no informa para nada dónde fueron a parar los otros.

No es posible, pensé cuando lo leí, que todos se hayan ido. Probalbemente algunos están todavía entre los árboles y el agua de aquella isla que se llamó Albión. Y, si partieron, a lo mejor en esos momentos rondarían aquí y allá por todo el mundo. Quizá por la helada ciudad que entonces era mi hogar. Seguramente llegaría la oportunidad de encontrarme con uno.

Me acostumbré a visitar parques y arboledas de la ciudad, de esos ambientes que, según mis lecturas, gustan tanto a los habitantes de las colinas, con la esperanza de hallar ahí mi presa. Pasó el tiempo y nada. De la desesperación, hasta me dio por llamar a una compañía de importaciones Las plantas de mi macetera comenzaron a secarse, a pesar de que no dejaba de cuidarlas. Nunca tuve buena mano para las hierbas.

Una tarde, a principios del verano del año siguiente, me encontraba en mi habitación, sentada frente al escritorio, lápiz en mano, tratando de dibujar cualquier cosa. Se me ocurrió mirar por la ventana. En mi patio, que tiene vista a la calle, crece una vieja planta de bugambilia.

El sol estaba cayendo, como cada día, y había sombra por todas partes. De pronto vi, bien claro, una chispa luminosa sobre una rama de la bugambilia. Me quedé observando, pero no ocurrió otra vez. Después de un rato, abrí con cuidado la puerta del patio y me acerqué.

Podrá parecer ABSURDO, pero es completamente cierto: una pequeña figura humana dormitando en la rama. Sin pensarlo dos veces corrí a la cocina, saqué la coladera más grande, volví al árbol y en menos de un segundo atrapé al animalito, lo llevé al escritorio y lo puse bajo la coladera. No tuve necesidad de un análisis científico para darme cuenta de que lo que había caído en mis garras era uno de los del Pueblo de las colinas.

¡En mi propia casa! Mientras miraba uno y otra vez mi tesoro, sin saber qué pensar y qué creer, la figura se frotó las manos y toda la coladera se iluminó de repente.

Aquella delicia de ojos profundos y alborotadísimos cabellos negros me miró desde su prisión con bastante calma. No dijo nada, y yo tampoco hablé. Se quedó muy quieto mientras lo dibujaba y me ponía a hojear el diccionario etimológico de nombres propios de Gutierre de Tibón. Después de la pasada, miré su rostro (pálido y delgado, de pómulos muy salientes, con una expresión indescifrable, pero que no mostraba la menor señal de enfado o impaciencia), y dije en voz alta: Pratch. Te llamarás Pratch (del alemán "Pracht", brillo; una palabra que había encontrado bajo el nombre "Engelberto"). El duende se limitó a asentir, sin abandonar su extremadamente tranquila seriedad, y dejó que lo llevara a la colina y lo rociara con un poco de agua del vaso que tenía en mi mesa de noche.

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