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Tener una rana


- ..."¨Fui un bardo arpista de Lleon en Llochlyn. Estuve en la montaña blanca en la corte de Kynvelyn..." Qué, ¿te gusta?
No hubo respuesta.

Paso No. 9: Continúe leyendo.

- "La isla prodigiosa surgió en el horizonte"... vamos, estoy cansándome. Sé bueno y dime "hola", querido mío.

Silencio total.

- ..."del placer que dura un instante". ¿De veras no sabes hablar?

Nada.

Paso No. 10: Si se rehúsa a hablar aún, continúe leyendo.

- ¡Ah, no! Escúchame, cosita preciosa. Ya estoy harta, completamente harta, de estarte leyendo y leyendo en voz alta, para que tú no puedas saludarme siquiera y los demás se rían de mí y digan que estoy loca. Mira, pequeño engendro de bugambilia, que a mí no me engañas y que estoy segura de que no tienes ninguna maldita necesidad de aprender mi lengua, yq que pareces entender muy bien todo lo que te digo. ¡Al diantre! Te doy una semana, óyelo, una semana, no más, para que aprendas a decir hola. Si no...

Le solté barbaridad y media, de ésas que no me atrevería a escribir por no arriesgarme a la censura, pero no se inmutó en lo más mínimo. Siguió mirándome con esa ABSURDA serenidad suya. Lo mandé a la porra y volví al asunto de la tarea de mate.

Aquella noche me encontraba de un humor pésimo. El tener que llevar el curso de matemáticas en verano todavía me ponía frenética. Álgebra, como si por una sola vez no bastara. Dicen que reprobar matemáticas no puede ser tan malo y que no hay por qué quejarse tanto. Sí, no es tan malo, te priva de tus vacaciones y te provoca pesadillas diarias, entre otras cosas; pero nada más. Esta suerte mía, de tan poca calidad,que me ha hecho detestar los números desde que nací. En fin.

Por allá, en mi patio, seguía tan tranquilo el condenado de Pratch. Había pasado como semana y media desde que lo atrapara, y hasta entonces no había pronunciado palabra alguna. Siguiendo escrupulosamente las instrucciones del folleto, me había acostumbrado a leerle un poquito todas las noches. La tarea, que había comenzado con todo el cariño del mundo, acabó por fastidiarme. Pero nuevamente me había atrasado en la lectura del folleto, y no era mucha mi experiencia sobre la crianza (el cultivo, mejor dicho) de los habitantes de colinas. Son así. Les da por callar al principio, y el propósito de la lectura no es enseñarlos a hablar, sino motivarlos a hacerlo. Eso sucedió, por lo menos con otros dos que atrapé más tarde. El cuarto fue una excepción bastante notable, pero ya tendré oportunidad de relatar esos asuntos después.

Un día tomé una enciclopedia, busqué una palabra y leí la definición muy despacio. Tomé después un ensayo sobre cuentos de hadas e hice lo mismo. Las páginas de Mr. Kipling y del maestro Borges también proporcionaron información. Por último, unas líneas del profesor Tolkien para darle sabor a la composición. Entonces pregunté a Pratch: ¿te reconoces? La palabra, por ciento, era "elfo", y que quede bien claro que un dicccionario no es suficiente.

¿La razón? El término resulta desconocido, y se presta exageradamente a confusiones. Sí, puede que los que han tocado alguna vez las páginas del profesor Tolkien y de otros autores fantásticos lo tengan claro, pero éstos son pocos, por lo menos en mi país, y están alarmantemente dispersos. No sé que hacer para no quedarme corta al explicar adecuadamente un asunto tan importantísimo. Elfo, ¿qué puedo decir? Genio, espíritu del agua y del aire, germánico o inglés; pequeño y malévolo en la leyenda, elegante y estilizado en la literatura moderna, rostro más bello que el sol (¿pero quién ha visto el sol, en verdad?), mágico, etcétera, etcétera, etcétera; espero que con esto baste por el momento; para mayor información consúltense referencias citadas. Me parece que es lo mejor que puedo hacer. Mi definición suena algo tímida, pero en serio que no puedo hacer otra mejor.

Verán: yo leía en voz alta por las noches, mi pequeña jardinera parecía cuidada con espero a pesar de que no invertía mucho tiempo en ella, guardaba comida y leche de mis propias raciones y los depositaba al pie de la bugambilia, y, lo más misterioso, algunos días miraba casi con indiferencia las infinitas raíces cuadradas. Por supuesto, nada de ello podía pasar inadvertido, y pronto todo el mundo comenzó a amasar sospechas sobre algo muy raro. Nadie había vesto a Pratch, desde luego, pero ya había revelado su presencia a una amiga y a uno de mis profesores (que se había referido a él como un reflejo de mis deseos reprimidos), y les había mostrado aquel primer dibujo que para nada le hacía justicia. Y a mi mamá también le había contado, pero se resistía a creerme, y me aseguró muy convencida que lo que guardaba en la jardinera era una rana. ¡Una rana! A veces hablaba con mi madre de los elfos. A ella el tema la fastidiaba con facilidad, y me despedía pronto. Un día me atreví a decirle que si no le gustaban los elfos, y me contestó que cómo era posible que le gustaran "esas ranas tan feas de zancas largas". Ya que la palabra "elfo" estaba prohibida en mi casa (y en serio, hasta la fecha mi madre no la soporta), convertí secretamente "rana" en su sinónimo, y aún hoy empleo ésta con más frecuencia.

Elfo, rana, lo que tuviera a bien ser, Pratch me alegraba, a pesar de su silencio, mis monótonos días de verano. Nunca trató de huír. No hablaba, bueno, pero me escuchaba y parecía comprenderme mejor que cualquier humano. Cuando estaba triste (generalmente el asunto no era más profundo que un churronomio que no quería dejarse arreglar), se acercaba y trataba de entretenerme. Una vez me mostró cómo hacía para encender su luz; alguna otra, que podía crecer hasta alcanzar el tamaño de una persona normal (y en ese caso resultaba 1.77 mt., bastante más alto que yo, aunque eso no debe ser difícil para nadie).

A veces lo sacaba a pasear. Atado con correa (después me pareció ridícula la costumbre y la abandoné), me lo llevaba de compras, a la biblioteca y a los restaurantes. Hubo un tiempo en que lo llevé a la escuela. Pero fue un lío. Yo, sentada y tratando de tomar de tomar la clase, y él, invisible para la mayoría, revoloteando como mariposa de una banca a otra, sin evitar la tentación de estirar alguna hoja de papel, patear un lápiz o partir en dos un gis. Me desconcentraba tanto que acabé prohibiéndole que me siguiera a la escuela. Un tiempo me hizo caso, pero luego (y ahora que lo pienso, es algo que debo agradecer) no le dio por obedecer del todo.

Sólo había una cosa de Pratch que me repateaba: su terrible y gatuna seguridad con respecto a la fascinación que podía ejercer en mí. Comprensible, pues quien tiene por primera vez un habitante de las colinas no puede estar mucho tiempo sin él en la mente, imaginando cosas y haciendo planes de escribir y pensar. Y así, Pratch no se preocupaba demasiado cuando lo reprendía por algo, ni cedía cuando se equivocaba. Era ABSURDO, pero no perdía los estribos conmigo. No se rebelaba, ni se enfurruñaba, ni nada.

Bien, érase quella noche en que había puesto plazo para hablar a mi elfo. Estaba metida de lleno y con furia en lo de mate. Un intento. No resultó. Otro. Fracaso estrepitoso. Y así suscesivamente. Por último me rendí, cerré el cuaderno y llamé a Pratch, siquiera para hacer las paces. Pratch acudió sin ninguna prisa. Le hablé con suavidad, le leí otro poco y le dije que le enseñaría mi lengua palabra por palabra, como a los niños. Sin embargo:

- No creo que seas tan estúpido como para que tenga que enseñarte a repetir tu propio nombre, ¿verdad? - le dije casi por instinto.

- Por cierto que no - escuché una voz clara, tan repentina que la sorpresa no me dio tiempo ni de pegar un grito de gusto. A esas primeras frases intercambiadas seguirían largas conversaciones, pero que aún se tomarían su tiempo en llegar. Pratch hizo gala de su supuesto dominio felino sobre mí. No dijo nada más hasta que transcurrió una semana, y al término de ésta, con su mejor voz, me soltó un lacónico "hola".

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